XAVIER ZUBIRI
sábado, 18 de mayo de 2013
XAVIER ZUBIRI, FILÓSOFO
XAVIER ZUBIRI, FILÓSOFO Y TEÓLOGO
Nació en San Sebastián el 4 de
diciembre de 1898 y murió en Madrid el 21 de septiembre de 1983. En 1917
ingresó en el seminario de Madrid y además de la carrera de Teología, estudió
Filosofía con Juan Zaragüeta. En 1919 era alumno de Ortega y Gasset el cual
actuó como director de su tesis doctoral. Se ordenó sacerdote en 1921 y cinco
años más tarde ganó la cátedra de Historia en la facultad de Filosofía y Letras
en la misma universidad. En 1935 marchó a Roma en donde se secularizó y
contrajo matrimonio con Carmen Castro Madinaveitia, hija del historiador
Américo Castro. Durante la guerra civil española el matrimonio Zubiri marchó a
París donde permaneció hasta el fin de la misma. Al acabar la guerra regresó a
España y aceptó la cátedra de filosofía en Barcelona pero poco después pidió la
excedencia y se trasladó a Madrid donde se dedicó a impartir cursos privados, a
los cuales asistía mucha gente aristocrática para quienes la asistencia a esos
cursos era un lujo pero que, como yo mismo pude comprobar, la mayoría de ellas
no entendían nada o casi nada de las magistrales lecciones de Zubiri. En 1947
se creó la Sociedad de Estudios y Publicaciones de la que fue presidente. En
1971, a pesar de encontrarse cansado por la edad, con el apoyo de algunos de
sus alumnos y amigos gestó la trilogía de La
inteligencia sentiente. Después fueron publicándose el resto de sus obras.
En el año 2005 Jordi Corominas y Joan Albert Vicens publicaron la obra Xavier
Zubiri, La soledad sonora. Se trata
de una descripción magistral de la trayectoria interior del filósofo entre su
vocación intelectual y la aceptación moralmente forzada de su ordenación
sacerdotal. Todo un drama de personalidad que desembocó en el dolor de verlo
todo transformarse en problema como un callejón intelectual sin salida.
1.
Una conferencia para la historia
En La
cátedra de la vida (Burgos 2010, p.33-36) escribí
lo siguiente. En septiembre de 1958 todos los estudiantes de Filosofía y
Teología nos trasladamos a Madrid para proseguir allí nuestros estudios en el
moderno y popular convento que terminaba de ser construido en la periferia de
la capital de España. Por su ubicación en la vieja carretera que unía la
capital con el viejo pueblo de Alcobendas, se popularizó el nombre de Los Dominicos de Alcobendas como
referencia que facilitaba el acceso al nuevo convento. Su arquitectura moderna
y funcional llamó mucho la atención y la Iglesia ganó el premio internacional
de arquitectura religiosa moderna. Por otra parte al Instituto de Filosofía,
que procedía de Ávila, se añadió el Instituto de Teología, ambos Asociados a la
Universidad de Santo Tomás de Manila. A partir de este momento el Centro de
Estudios de la Orden de Predicadores empezó a ser conocido oficialmente como Institutos Pontificios de Filosofía y
Teología Santo Tomás Agregados a la Universidad de Sto. Tomás de Manila.
Con esta nueva singladura el Centro se convirtió en un lugar de referencia
intelectual importante en Madrid y por allí empezaron a desfilar personalidades
relevantes de la ciencia y de la cultura.
Para el propósito de mi trayectoria
intelectual me es grato recordar de modo muy especial al prestigioso médico y
humanista Gregorio Marañón y al filósofo Xavier Zubiri. Con el primero se había
programado una jornada de coloquio con los estudiantes pero desgraciadamente
falleció una semana antes de la fecha elegida para el deseado encuentro en
1960. Con Xavier Zubiri, en cambio, tuvimos suerte y celebró con nosotros una
histórica conferencia con motivo de la festividad de Santo Tomás, seguida de un
coloquio que dejó en mí una huella profunda. El acontecimiento es evocado en la
obra “Xavier Zubiri. La soledad sonora” (Madrid 2006) con estas palabras: “El 8 de
marzo, fiesta de santo Tomás de Aquino, Xavier Zubiri imparte una conferencia
titulada “Utrum Deus sit” [Si Dios existe], en el Estudio General que los
Padres Dominicos tienen en Alcobendas, cerca de Madrid. En ella hace una
valoración de las pruebas tomistas de la existencia de Dios. Pero, antes,
insiste en reflexionar sobre «el porqué y el cómo de la pregunta del hombre
actual acerca de Dios», pues la historia modula las nociones y el hombre
creyente de hoy tiene sus propias inquietudes.
Citando un ejemplo de santo Tomás
(«conocer que alguien viene, no es conocer a Pedro, aunque sea Pedro el que
viene»), Zubiri sostiene que para el hombre contemporáneo la primera inquietud
es saber «si efectivamente hay alguien que viene, antes de averiguar quién es
el que viene». El planteamiento riguroso del problema de Dios exige hoy «un
análisis más o menos largo y reflexivo de la simple intelección». Las cinco
Vías de santo Tomás podrían tener luego algún valor como esfuerzo de la razón
demostrativa. Pero, en todo caso, «más que demostrar a Dios, demuestran la
existencia de una realidad de la que después habrá que ver si tiene los
atributos que todos otorgamos a Dios. [...] .
Suponiendo que se haya demostrado, no
ya ante el metafísico, sino ante un público que cree en religiones distintas,
la existencia de una “causa prima”, la pregunta es inexorable: esa causa
primera ¿es Yahvé, es el Padre Eterno del Evangelio, es Júpiter o es Varuna?».
Al Dios cristiano «no se llega sino por una forma distinta de razón, que no es
la razón de lo racional, sino la razón de lo razonable». Por experiencia
estricta el hombre ha ido, como dice san Pablo, «tanteando a la Divinidad,
buscándola, hasta tropezar con ella y encontrarla», a lo largo de ese inmenso
catecumenado teológico que ha constituido la historia de la religión cristiana
desde Abraham hasta la muerte del último Apóstol. Y lo que ha encontrado es un
Dios amor que está allende la necesidad y la contingencia”. El diálogo que siguió a la exposición resultó
dinámico y dialécticamente magistral entre Zubiri y algunos profesores del
Centro. Por una parte, el mero hecho de invitarle fue un gesto por parte de los
Dominicos de apertura intelectual y comprensión hacia un personaje como Zubiri
cuyo drama personal y trayectoria intelectual es magistralmente descrito en la
obra citada. Sobre todo si tenemos en cuenta que por aquellas fechas se había
desatado la famosa ofensiva contra el pensamiento de José Ortega y Gasset
protagonizada por el dominico Santiago Ramírez. Para mi aquel encuentro con
Zubiri fue muy estimulante como se deduce de lo que digo a continuación.
Entre los diversos y solemnes actos
académicos que tradicionalmente se celebraban en el Estudio General uno de
ellos consistía en que un estudiante pronunciara una conferencia asesorado y
guiado por un profesor. Pues bien, el curso académico 1959/1960 recibí yo el
encargo de preparar y pronunciar el tradicional discurso ante los estudiantes y
profesores del Centro sobre el tema “Filosofía de la personeidad”. Este término lo había utilizado Zubiri en su
conferencia con gran sorpresa mía y esa fue la razón que me llevó a precisar el
significado del mismo comparándolo con otros conceptos de la metafísica
clásica.
Veinte años más tarde recordábamos los
dos con nostalgia en su despacho de Madrid aquella fecha memorable y le informé
sobre mi artículo inspirado en el término personeidad
que él había utilizado en su conferencia. Con esta ocasión me dijo en tono
confidencial que se le ocurrió utilizar ese concepto reflexionando sobre la
Eucaristía y que lo comentó con su amigo el cardenal Pacelli, futuro Pío XII,
al cual le pareció muy bien. Nuestros contactos posteriores fueron
relativamente frecuentes por teléfono y sobre todo con motivo de la
presentación regular de sus libros. En una ocasión me dijo que tenía mucho
interés en que a esos actos públicos asistieran teólogos. Pero me parece
interesante destacar dos de nuestros encuentros personales. Durante uno de
ellos se confidenció mucho conmigo.
Por una parte me aconsejó que no me
alejara de la Universidad Complutense considerando que, dada mi vocación y amor
a la reflexión filosófica, era bueno que estuviera presente en esa institución
pública tan importante. Fue éste un consejo que no olvidé después. También me
habló del cuidado que hemos de tener en no escandalizar a los débiles con
nuestras opiniones y formas de pensar. Observación que ilustró con un ejemplo
práctico en el que un sobrino suyo cuando era de corta edad le hizo una
pregunta relacionada con la Biblia. Y como su salud empezaba a flaquear,
hablamos de la muerte. Me dijo que la última vez que hubo de ser internado en
el hospital sintió la conveniencia de ponerse de nuevo al día sobre el tema de
la muerte. Hasta entonces había estado convencido de que estaba preparado para
afrontar la situación cuando llegara el momento, pero al ver que la muerte
llamaba ya con insistencia a su puerta, sintió la necesidad de ponerse de nuevo
al día. Una cosa es reflexionar sobre la muerte mientras la contemplamos como
algo todavía muy lejano a nosotros, y otra, muy distinta, cuando se encuentra
ya a la puerta de nuestra casa dispuesta a segar nuestra vida. De hecho la
muerte nos pilla a todos por sorpresa y nunca podemos presumir de estar
suficientemente preparados para encararnos con ella y Xavier Zubiri en esto no
fue una excepción.
El otro encuentro personal que me
parece oportuno recordar tuvo lugar así. Yo impartía a la sazón un curso
académico de Ontología y, obviamente, era inevitable que el nombre de Zubiri
fuera evocado antes o después. Mis alumnos tenían una idea casi mítica del gran
filósofo al que consideraban poco menos que inaccesible. Un buen día les
pregunté si tenían interés en hablar con él personalmente y quedaron muy
sorprendidos por mi pregunta. Les dije que, si les parecía bien, una tarde
podíamos ir a conocerle en su propio despacho de Madrid. Dicho y hecho. Le llamé por teléfono y con
inmensa alegría programamos la visita en su despacho de trabajo en Plaza del
rey en el corazón de Madrid. Nos esperaba en la puerta del ascensor. Al salir
nos fundimos en un abrazo y los estudiantes no salían de su asombro al
constatar que quien con tanto cariño y alegría nos recibía era el mismísimo y
mítico Zubiri en persona. Inmediatamente nos sentamos y presenté a mis alumnos,
que estaban radiantes mirando a aquel anciano cariñoso y entrañable. Fue una
hora llena de vida durante la cual los estudiantes fijaron más su atención en
la felicidad personal que irradiaba aquella inteligencia gigante en un cuerpo
pequeño de estatura que en lo que decía. Fue una clase testimonial de cómo un
hombre puede ser feliz buscando la verdad última de todas las cosas, y de modo
especial las que se refieren a Dios. Terminado el encuentro nos despedimos pero
la sorpresa fue aún mayor cuando los estudiantes se percataron de que él, el
mismísimo Xavier Zubiri, se dirigía como un hombre cualquiera a tomar el
autobús para volver a su casa.
El 23 de septiembre de 1983, mientras
yo volvía a Madrid desde Santiago de Chile, Carlos Castro presidía la misa
concelebrada con otros cuatro sacerdotes por el eterno descanso de Xavier
Zubiri. No llegué a tiempo ni para acompañarle en los últimos momentos de su
vida ni para participar en la histórica celebración eucarística por su eterno
descanso. Bienaventurados los que buscan a Dios mediante la inteligencia porque
le encontrarán. Xavier Zubiri le buscó con la inteligencia y el corazón por lo
que estoy seguro que le ha encontrado y de lo cual me alegro también de
corazón.
El texto íntegro de la histórica
conferencia, a la que asistió, entre otros ilustres personajes, Miguel Fisac,
puede verse en Xavier Zubiri. Escritos
menores (1953-1983), Madrid 2006. He calificado de histórica a esta
conferencia por su contenido en un momento en que el tema de la existencia de
Dios no era una preferencia de los científicos y filósofos de turno, por la
novedad que representaba en Madrid la apertura del Centro de Estudios de los
PP. Dominicos y, más aún por el hecho de que Zubiri echara una cana al aire en
público después de mucho tiempo de vida intelectual discreta. Oigamos sus
palabras introductorias: “Debo confesar con toda sinceridad que esto es para mí
una sorpresa, porque me hablaron de sólo una conversación puramente familiar,
que ni remotamente sería una conferencia, ni tan siquiera una lección. De
antemano ruego que me disculpen de las cuatro vaguedades con las que pensaba
conversar con ustedes. Pero antes quiero repetirles todo lo que tuve el gusto
de decirle al P. Regente en mi casa: que esta invitación es para mí no sólo
honrosa, sino además honradamente satisfactoria. La prueba está en que creo que
es la única vez en mi vida que he accedido a dar una conferencia fuera de lo
que son mis cursos estrictos. Mis deudas intelectuales con la orden de Santo
Domingo las reconocen los padres. Pero, aparte de esto, para mí es una
satisfacción profunda hablar a estudiantes dominicos, filósofos y además
teólogos. Porque, dicho sea también en familia, estimo que la teología, además
de ser el conocimiento de las cosas divinas, es incluso para las humanas uno de
los supuestos fundamentales, muy especialmente para la filosofía. Yo he tenido
que pasar por universidades y adquirir algún que otro título académico.
Confieso sinceramente que éstos no me producen ninguna emoción especial;
solamente hay uno que lo estimo íntima y hondamente en mi corazón, el doctorado
en teología.
Con esto, por lo que a mí afecta, está
dicho con toda modestia propia del caso lo que tendría que decir cualquier
persona más competente que yo en el día de hoy, justamente en el domingo
infraoctava de santo Tomás. Su figura grandiosa no hay para qué comentarla,
sino simplemente rendir homenaje a dos cualidades exquisitas que, aparte del
fondo de su pensamiento, tiene a mi modo de ver su postura intelectual ante los
problemas de su época. En primer una enorme serenidad. Santo Tomás no parece
que fuera propicio a asustarse de nada. Entregado a la investigación de la
verdad con absoluta tranquilidad, rara vez la perdió. En segundo lugar -explicó
después- una virtud que podría denominarse la capacidad de
haber producido una teología abierta”. Después de este homenaje inicial a Santo
Tomás, dio comienzo a la célebre conferencia con el título tomasiano “Utrum
Deus sit”, o sea, si Dios existe, seguida del interesante coloquio al que me he
referido antes.
2.
Décimo aniversario de la muerte de Xavier Zubiri
El día 22
de septiembre de 1993 el Diario madrileño ABC publicó cuatro densas páginas
dedicadas al filósofo Xavier Zubiri al cumplirse el décimo aniversario de su
muerte. Como queda dicho, yo tuve conocimiento de su muerte en Tenerife cuando
regresaba a España después de una gira por Chile en 1983. En consecuencia, no
pude llegar a tiempo a Madrid para concelebrar en su funeral con Ignacio
Ellacuría, Alfonso López Quintás y otros buenos amigos y allegados del ilustre
finado. José Gaos había descrito a Zubiri así: “Bajito, delgadito, con su
sotana, su manteo y sombrero de cura, las tres prendas un poco escasas,
estrechas; con la cara muy pálida y ojerosa”. Gaos quedó muy impactado por la
personalidad de Zubiri y le convirtió en su maestro. Las primeras páginas de
memoria y homenaje reproducen una conferencia a la sazón inédita del gran
filósofo sobre Lo real y lo irreal.
El mensaje central de este texto es que el hombre es forjador de irrealidad por
una presunta intrínseca necesidad, vertido a lo irreal, para poder estar en lo
real. Como decía Bergson, el camino de nuestra vida está bordeado por las
ruinas de lo que pudimos haber sido y no fuimos. La irrealidad es parte
integrante de la vida real del hombre. Me produjo satisfacción encontrar este
texto de Zubiri porque plantea a nivel metafísico el mismo problema que planteo
yo cuando en varias ocasiones hablo del problema fundamental ético de la imagen
en el contexto de la ética de la información audiovisual.
Zubiri
llama irrealidad a lo que yo llamo imagen en el orden de las realidades
artísticas y de los medios avanzados de comunicación. Su enfoque es
prioritariamente metafísico. El mío es ético y psicológico. La diferencia
fundamental entre la respuesta de Zubiri y la mía radica en que Zubiri no
analoga adecuadamente el concepto de realidad, mientras que yo aplico
rigurosamente la analogía. La irrealidad (imágenes) que forja el hombre posee
su realidad pero sólo analógicamente hablando. Es la realidad del mundo de las
imágenes producidas por el hombre y que le alejan de la realidad original.
Zubiri tiende siempre a univocar o equivocar los conceptos en su discurso y no
tiene suficientemente en cuenta la analogía, lo cual le lleva a reconocer a la
irrealidad forjada por el hombre una importancia de la que carece.
T. De León
Sotelo destacó la vocación intelectual de Zubiri, su condición sacerdotal, las
etapas de su itinerario intelectual y su estadía en Roma para tramitar el
abandono del ministerio sacerdotal. Por mi parte, cada vez estoy más convencido
de que lo mejor de Zubiri es su vocación de verdad, su testimonio personal en
la búsqueda apasionada de la verdad última de todas las cosas cuyo coronamiento
es Dios. Como escribió Diego Gracia en su artículo, Diez años sin Zubiri, éste concibió su vida como una profesión de
verdad. Lo cual significa ser “profeso” y no mero profesional. El profesional
manipula la verdad mientras que el “profeso” vive de la búsqueda de la verdad y
va tras ella a dondequiera que le lleve con todas sus consecuencias. Toda la
obra de Zubiri es un intento por responder a la escéptica e irónica pregunta de
Pilatos: ¿Qué es la verdad? Zubiri es un paradigma de cómo la respuesta a ese
insidioso interrogante vale toda una vida. La personalidad filosófica de Zubiri
es comparable con la de Aristóteles, Tomás de Aquino y cualquiera otro pensador
de primera categoría de tiempos pasados y actuales. Pero no se fraguó de forma
tranquila y sin grandes ansiedades. De hecho el desarrollo de su personalidad
filosófica y teológica fue un verdadero drama del que me parece oportuno y
conveniente hablar a continuación.
3.
El drama interior de Zubiri
Xavier Zubiri nació a las tres de la
mañana muy frágil y enclenque. Tanto que el doctor que la asistió a su madre
Doña Pilar en el parto le dijo a su padre Miguel: “Si muere, no lo sientan
mucho, pues si vive, va a ser tonto, preocúpese de su esposa”. En casa Pilar,
la madre, imponía siempre su voluntad. Su carácter era autoritario y dominante
y estaba acostumbrada al chantaje afectivo para conseguir lo que quería. Mujer
de misa por la mañana y rosario por la tarde se refugiaba en la confesión y
otras prácticas religiosas. Uno de sus hermanos era sacerdote diocesano y otro
jesuita. En este contexto familiar se daba por descontado que el primer hijo de
Doña Pilar debía ser también sacerdote. Pocas veces el niño Xabier vio reír a
su madre, la cual estaba convencida de que la existencia es una cruz muy
difícil de soportar. En una ocasión tuvo lugar un accidente en el cual murió
una persona. El niño, siempre enfermizo, solicitó una explicación de lo
ocurrido y la respuesta de la madre no se hizo esperar en tono recriminatorio:
“Mejor harías en rezar por el alma de ese pobre desventurado”. A pesar de todo,
Xavier siente el deseo de ser sacerdote siguiendo el ejemplo de su tío Vicente.
Eso sí, sacerdote, pero sabio. No un cura de misa y olla. Así las cosas, sus
padres le llevaron al seminario de los PP. Jesuitas en Cantabria donde se
encontró con una disciplina y rigor de vida que al cabo de pocos días estaba de
vuelta en casa.
Pasaban los años y el joven Zubiri
sentía verdadero delirio por leer los que por aquella época eran denominados
“libros prohibidos”. Toda prohibición formal produce morbo y curiosidad,
especialmente en las personas inteligentes. En esta trayectoria llegó a tener
una verdadera crisis de fe en toda regla por más que lo disimulaba. Una crisis
que dio lugar al estado interior que él mismo describe: “Durante toda mi vida
solo he conocido una emoción que me ha conmovido: la emoción del puro problematismo. Desde muy joven he sentido el
dolor de ver cómo todo se transforma en problema. Pero este dolor no era en sí
mismo doloroso. Más bien este dolor era la fuente única hasta ahora de
verdaderos gozos. Me aferré positivamente a este carácter problemático de la
existencia”.
En el Seminario de Madrid tuvo la
suerte de encontrar a Juan Zaragüeta y acarició la idea de que, a pesar de
todas sus dudas, podría compaginar el ser sacerdote católico y hombre de
estudio crítico al mismo tiempo. Pero su salud no le permitió adaptarse a los
rigores de la disciplina vigente ni al apabullamiento de las prácticas
religiosas. Como era de esperar, pronto se le produjo una úlcera de estómago.
Regresó a su casa para someterse a los cuidados maternos y regresó a Madrid
donde el médico le hizo la siguiente reflexión: “Mire usted, el estómago y el
cerebro están estrechamente relacionados entre sí; si maltratamos el cerebro,
el estómago se queja. Le aconsejo, pues, que aplique el cerebro a cuestiones
que le obsesionen menos y su estómago se lo agradecerá”.
Así las cosas, Xavier volvió por
tercera vez a Madrid para continuar los estudios eclesiásticos pero ahora
viviendo en una habitación alquilada dispensado de los rigores de la disciplina
dominante en el Seminario, entre los cuales cabe destacar los de las prácticas
religiosas oficialmente programadas. En concreto las siguientes: oración
matinal, meditación, misa, visita al Santísimo, lectura espiritual, rosario,
oraciones vocales al empezar o terminar cualquier actividad, examen de
conciencia, oración nocturna. Y todo ello sin contar la confesión semanal, los
actos dedicados cada viernes al Sagrado Corazón o los retiros mensuales. Por lo
que se refiere a las normas de convivencia: se prohibía a los seminaristas
hablar entre sí, excepto en los tiempos de recreo; los internos no podían
dirigirse nunca a los externos, ni los teólogos a los filósofos; amistades
“particulares” no se toleraban y cualquier estudiante estaba obligado a
reprender “fraternalmente” a quien cometiera una incorrección y a denunciarla a
los superiores si ello fuere necesario.
En este contexto rigorista el joven seminarista Xavier Zubiri aprendió a
fingir una pose externa que nada tenía que ver con su drama interior. Hasta tal
extremo que sintió con toda nitidez cómo se producía una escisión de su
personalidad, entre su vida intelectual y su vida religiosa. Mira, Xavier, le
dijo el director espiritual, nadie te dice que no estudies y que no pienses.
Fíjate en D. Juan Zaragüeta. Todos le tenemos por sabio y por buen sacerdote.
Intenta seguir su camino. Y le persuadió para que se ordenara de sacerdote y no
decepcionar a D. Juan ni al Obispo. El seminarista Xavier Zubiri terminó
brillantísimamente los estudios eclesiásticos de filosofía y en 1917 volvió a
Donostia con una zozobra espiritual alarmante. Doña Pilar se dio pronto cuenta
de que su hijo no realizaba ya las prácticas piadosas de antaño ni se entregaba
a lecturas espirituales. Por una parte veía que avanzaba hacia el sacerdocio
pero al mismo tiempo retrocedía en sus devociones. Como reacción a esta actitud
de Xavier Doña Pilar empezó a odiar esos libros de filosofía que le distraían
de todo lo que, según ella, era propio de un sacerdote. Ella lo tenía muy
claro, su hijo debía rezar más y estudiar menos.
En 1918 D. Juan Zaragüeta fue nombrado
Rector del Seminario de Madrid y por ello le aconsejaron que eligiera a otro
sacerdote como confesor, muy cercano a D. Juan. Esto le descompuso a Zubiri al
interpretar esta recomendación como una confabulación a sus espaldas para
espiarle como si se tratara de un elemento peligroso a quien había que tener
bajo control. Así las cosas, Zubiri vive en una permanente actitud ambigua
hacia el exterior sin otro interés real que el puro estudio de la filosofía y
de la teología sin aditivos sacerdotales de ningún tipo. Más aún, siente una
verdadera aversión por la función sacerdotal. Su pasión única es la filosofía y
rechaza con contundencia convertirse en un sacerdote convencional de misa y
olla. Pero al mismo tiempo piensa que el mundo eclesial es su mundo y que si la
vida intelectual sin aditivos sacerdotales es el fin, el sacerdocio era el
medio más adecuado para lograr dicho fin. Bastaría con que le dejaran tranquilo
dedicándose al estudio sin ningún compromiso ministerial. Con este espíritu se ordenó de sacerdote y
continuó su brillante carrera intelectual. Pero llegó el momento en que no pudo
más y cortó por lo sano hasta conseguir la anulación de su ordenación
sacerdotal alegando falta de libertad debido a la coacción moral de sus padres
y consejeros. El llegar a este extremo constituyó la andadura final del repecho
de su calvario interior que quiso superar por la vía rigurosa de la legalidad
canónica evitando los posibles escándalos que por aquellas calendas pudieran
haber surgido por su decisión de abandonar el ministerio sacerdotal.
Con lo dicho hasta aquí creo que basta
para darnos cuenta de las consecuencias nefastas derivadas de la coacción moral
de padres y educadores para que una persona asuma falsamente, por respetos
humanos, las responsabilidades sacerdotales sin vocación. Para terminar séame
permitido añadir que la decisión de aspirar a la ordenación sacerdotal por
motivos ajenos a la vocación sacerdotal no es infrecuente. Un ejemplo altamente
significativo. Preguntado un terrorista en Sudamérica por qué se había ordenado
de sacerdote respondió sin ningún pudor que él había encontrado en el estado
sacerdotal un pódium muy favorable para dar el paso adelante en la lucha
política. Obviamente, este no es el caso de Zubiri, pero tanto en las
ordenaciones sacerdotales como en las ceremonias de matrimonio la coacción
familiar y social son causa permanente de muchas desgracias sacerdotales y
matrimoniales. Zubiri no tuvo nunca vocación sacerdotal y su aceptación tuvo
lugar en un contexto asfixiante de coacción moral y en base a un razonamiento
falso que él mismo se inventó para salir del paso. De lo cual se deduce que su
ordenación sacerdotal fue nula. De ahí su angustia posterior y deseo vehemente
de desligarse de los compromisos y responsabilidades que implicaba dicha
ordenación. NICETO BLÁZQUEZ, O.P.
(Madrid 2013).
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